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Rosario, entre Barcelona y Venecia (podría ser peor)

Llueve. Para muchos la lluvia es sinónimo de nostalgia. A otros la lluvia les despierta recuerdos, con su perfume y musicalidad. Mi hija de 9 años me decía esta mañana, «Papi, ¡como me gusta el olor a lluvia!».

Pero para los comunes peatones que tenemos que salir a trabajar, un día de lluvia en Rosario puede ser sinónimo de infierno.

¿Que no exagere?

Cortes de luz y de todo aquello que circule por cables. Hojas y ramas caídas. Calles anegadas por las bocas de tormenta que están tapadas por la desconsideración de los vecinos y permanecen tapadas por la desidia de funcionarios descuidados. Dentro de los colectivos suele llover casi tanto como afuera. Y varios etcétera más.

Los automovilistas rosarinos hacen uso de una extraña matemática: su velocidad y proximidad al cordón es directamente proporcional a la cantidad de agua que hay en él, e inversamente proporcional a todo lo que tiene que ver con la amabilidad y el respeto por el pobre peatón.

En días así, ciertas calles hacen recordar a Venecia pero sin el romanticismo ni las góndolas, por supuesto. Prefiero la ciudad de los canales, en todo caso.

Por otro lado, los políticos hablan de Rosario como «la Barcelona sudamericana». No tengo el gusto de conocer aquella ciudad catalana pero, a menos que los susodichos exageren o mientan, no pienso ir. No, ni loco.

Hasta aquí llego porque tengo que salir a la calle, y necesito estudiar como sobrevivir a otro día de lluvia en Rosario.

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